Por Luciana Gandolfo
Panoramas del cine español
PE estuvo en la segunda edición del Festival Espanoramas, que se desarrolló en el Espacio INCAA Km 0, Cine Gaumont, del 11 al 24 de febrero.
Organizado por Cooperación españolaa través del CCEBA y la Embajada de España en Argentina. En colaboración con el ICAA, el INCAAy la Acción Cultural Española (AC/E).
La programación puso en diálogo las nuevas producciones de la filmografía española con algunos clásicos y consagrados, ya que incluyó una sección dedicada al género de terror, un foco en la actriz Ángela Molina, reestrenos y estrenos.
Uno de los platos fuertes del festival fue el film dirigido por Alberto Rodriguez, La isla mínima (2014). Se trata de un policial con todos los condimentos del género, habilidad en la entrega de saberes al espectador, una trama envolvente e inquietante y un remate turbador. Dos policías madrileños (interpretados por Raúl Arévalo como Pedro Suárez y Javier Gutiérrez como Juan Robles) acuden a las marismas de Guadalquivir para resolver un caso de desaparición de dos adolescentes. Mientras se desarrolla la investigación, ambos confrontan sus métodos e ideología. Así comienza a desplegarse un entramado de pistas y personajes cuyo correlato social es una red de institucionalismo viciado, elemento clave por el momento en el que transcurre la trama. El año es 1980, momento de transición política en España, donde aún resuenan las consecuencias del franquismo y la violencia impregna los cuerpos y la cotidianidad. El espacio, trabajado con cierta intención simbolista, ejerce su fuerza premonitoria. En el paisaje, la naturaleza, los ríos y las aves parecen ser los primeros testigos de los acontecimientos, los que gritan la verdad sin palabras. La fotografía a cargo de Alex Catalán resulta impactante y es imprescindible para delinear esta significante topografía. Allí en La isla mínima pareciera respirarse una atmósfera extraña que acentúa el clima de incertidumbre y opresión en la presencia constante de la muerte.
Pacifismo pragmático
Por Mariu Serrano
Una de las niñas mimadas del festival fue la última película de Fernando León de Aranoa: Un día perfecto, adaptación del libro Dejarse llover de Paula Farías, inspirado a su vez en su experiencia como parte de Médicos Sin Fronteras. Abundante en amagues, es un film que no termina de encajar en el género bélico ni en la comedia ni el documental, aunque está claramente nutrido de todos ellos.
Aranoa nos sitúa en la minada Bosnia de 1995 (primer embuste: fue rodada en Granada, “… que no es lo mismo pero es igual”), en los albores de la paz tras el crudo genocidio a la población musulmana, que dejó un saldo de más de veinticinco mil muertos y otras inconmensurables heridas. Su propuesta es tratar esta espantosa circunstancia desde sus consecuencias, señalando sus causas sólo superficialmente, y para ello hace foco en un grupo de saneamiento que depende de las fuerzas de paz de la ONU. Aquí la segunda artimaña: el reparto escogido, naturalmente, es internacional, y cuenta con estrellas como Benicio del Toro, Mélanie Thierry, Olga Kurylenko y Tim Robbins, pero no hay un solo español entre sus protagonistas. Asimismo los únicos personajes bosnios, que sirven para anclarnos territorialmente, son un traductor (Fedja Stukan) y un niño (Eldar Residovic): dos personas que transitan la guerra como agentes externos aunque los atraviese en carne propia. Esta decisión ayuda a evitar los golpes bajos, y permite a su vez que la misma narración pueda ser trasladada a cualquier otra guerra contemporánea. Desliza además una acertada crítica a los organismos internacionales y a su accionar absurdo: el código militar no se condice con el sentido común, coartando las posibilidades reales de ayuda humanitaria. Tal como los habitantes de estos pueblos en llamas no pueden siquiera rastrear qué motivó la matanza y sin embargo saben que hay una línea infranqueable entre uno y otro bando.
Tras los créditos, el director se quedó unos minutos en la sala del Gaumont para charlar con el público e interiorizarnos en su trabajo. Respecto a la construcción de los personajes, creados a partir de personas reales, contó que distinguía “tres emes” entre quienes deciden dedicarse a ser voluntarios de guerra: están los misioneros, de corazón altruista (Sophie, representada por Thierry); los mercenarios, que han convertido la filantropía en un trabajo y son prácticos e inalterables (Mambrú, encarnado por Del Toro); y finalmente los misfits, en español “inadaptados”, que tras tantos años entre grupos babélicos ya no tienen un hogar al que regresar y su único lugar de pertenencia es ese limbo de las misiones de paz (B, en manos de un exquisito Tim Robbins).
Según declaró más tarde, su intención fue rodar una película “punk”, no a nivel estético sino en relación a lo rupturista. Ciertamente lo logró, aunque no siempre para bien: en principio el guión es de un delicioso humor ácido, característica común a los voluntarios de guerra que en medio de la rutina de absurdos a la que se someten necesitan de esas vías de escape para mantener un poco de cordura; en contraparte la musicalización (casi enteramente en inglés, como sus diálogos) si bien imprime giros rítmicos a una trama circular, no acompaña sino que impone un borrón y cuenta nueva. A pesar de ciertos desatinos, la trama logra cierta fluidez y le escapa con audacia a los lugares comunes de los films bélicos.
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